Acepciones del Selfie

 

¿Cómo entender al autorretrato en la era de la postfotografía? ¿Desde dónde entender el selfie? ¿Cómo decodificarlo más allá de las referencias históricas de la ontología de la imagen? Entre las múltiples categorizaciones teóricas que podemos encontrar del autorretrato digital o selfie lo podemos conceptualizar como una narrativa del Yo, propia de Internet (Murolo, 2015), en la que el sujeto se autotoma estratégicamente una fotografía para mostrarse, definirse y legitimarse ante los otros buscando con ello más de una gratificación a la vez (Hidalgo Toledo, 2018).

No obstante, revisando la literatura al respecto podemos encontrar algunas otras acepciones teóricas del selfie que responden a entenderlo como:

1.   La actitud narcisa del que vive exacerbando su propia imagen. Esta dimensión ubica a la imagen como un engaño; como un objeto seductor y de poder, vinculando la fotografía con la belleza y el control que de ésta deriva. Bajo esta premisa, la imagen opera como un estupefaciente que entumece y aletarga, que en modo enfermizo enamora de sí mismo al protagonista. La imagen como narcosis; como una obsesión proyectiva por la persona que se ve a sí misma en sus extensiones y sufre un vértigo que lo atrapa y lo autoconsume (McLuhan & Ducher, 2009).

2.   La reproductibilidad y multiplicidad del Yo para situarse en el mundo. A diferencia de la acepción de Walter Benjamín quien afirmaba que la imagen al reproducirse perdía su aura, su “aquí y ahora”. Las personas quieren dejar en la posteridad la marca, el sitio, el territorio. La imagen se vuelve constancia; registro notarial; testimonio de un evento; recorte de la realidad, testigo codificado del “comparto, luego existo”. La imagen se vuelve una forma de documentación de la vida; una forma de interrumpir la experiencia para enmarcar el momento. “Es una extensión de cómo hemos aprendido a poner en pausa la vida y nuestras conversaciones para documentarla” (Turkle, 2013).  

3.   La proyección individual y colectiva del Yo. La imagen se vuelve en una proyección/creación identitaria; en una práctica de comunicación y significación; en una estrategia de enunciación del yo en la que los individuos, manipulando el plano expresivo buscan producir efectos de sentido en la manera como quieren ser percibidos. El selfie, por tanto, se vuelve show del yo; en un espectáculo; en un proceso de producción, circulación y consumo de las significaciones de la vida misma (Moreno Barreneche, 2019).

4.   La temporización editada de la realidad. La vida presencial es editada y compartida temporalmente como una práctica social de construcción de uno mismo en los múltiples escenarios. La visibilidad de la vida, ver y ser visto, es una forma de participación social, de apropiación del discurso mediático para extender la vida social, la cotidianeidad (Morduchowicz, 2012).

5.   La hipermediatización de la acción colectiva. Las personas emulan las estrategias mediáticas de creación y posicionamiento de marca llevándola al plano individual apelando al Personal Branding. La imagen y su carácter seductor y estratégico se vuelve un encuadre, una utilería escenográfica para la colocación de un producto llamado persona. La objetivización de la persona apela a la legitimización y búsqueda de fans. El yo digital se suma a la narrativa de las celebridades y las marcas que buscan la interacción con sus audiencias como un termómetro de aceptación y validación consensual. El selfie nos vuelve a todos populares, estrellas del cielo digital. (Hidalgo Toledo, 2011).

6.   La estetización del yo y la vida cotidiana. El selfie en su propio formato y narrativa se presenta como un vehículo de armonización del mundo, como una firma estética que intenta resignificar espacios, acciones, prácticas y lugares. Visibilizar es una forma de embellecer o de dotar a los objetos y sujetos de un orden estético y a su vez axiológico. Así se crea un nuevo orden visual, nuevos estereotipos de lo “agradable”, “lo atractivo” y lo “valioso”. Encuadrar el mundo en una pantalla, es una vía de sensualización. Todo lo visible se vuelve deseable, atractivo, coleccionable, memorable, parte del mito y de la fantasía. Todo se vuelve parte de la telaraña y las estrategias de seducción y ataque del algoritmo.  (Lipovetsky, Serroy, & Prometeo Moya, 2016).

7.   La simulación metadiscursiva de la realidad. Nos encontramos ante una generación hiperconectada y conexionista, que combina el uso de medios e hipermedios para expresarse, producir, divertirse, consumir, “promoverse”, compartir su estado anímico, captar tendencias nacionales e internacionales. El espacio mediático y el digital se han vuelto espacios fundamentales para “crear presencia”; se han vuelto vitrinas del yo (Carrión, 2016). Los medios buscan convertirse en la industria de la experiencia, ahí se vive una doble historia: la de la apariencia y la simulación; y un metadiscurso: “ésta es la realidad” (Baudrillard, 1988).

 



Figura 3. Acepciones del selfie

Fuente: Elaboración propia

Los Nuevos haigas

 



Figura 2. Los Nuevos haigas

Fuente: Propia tomadas de la web

Ahora bien, ¿qué significado tiene el autorretrato para los usuarios digitales?, ¿qué tipo de nuevas gratificaciones produce la autoimagen? Millones de selfies se toman, publican y almacenan diariamente en plataformas como Facebook e Instagram. Pues como afirma el SISD15:

“No comparto mi vida, comparto lo que quiero que se sepa de mi vida y con una determinada narrativa, la cual no da cuenta de lo que sucede fielmente, sino que retoma los aspectos más positivos. Es decir, procuro crearme una imagen pública positiva, como creo que intuitivamente lo hacemos o intentamos hacer todos en los espacios comunes o públicos. Me parece que en general nos auto promocionamos, sólo que hay algunos que saben hacerlo mejor que otros”. (Sujeto Informante Socio digital15, Ciudad de México, México)

 

El selfie se ha convertido en la unidad semántica de la postfotografía. Los hipermedios se han vuelto extensiones de la identidad; constelaciones mediáticas del yo. La necesidad de ver y ser visto ha detonado una Economía del Panóptico; una economía basada en la representación, en el uso de la imagen para expresarse, para mimetizar, denunciar, estetizar, ubicarse en el tiempo y el espacio; comunicar éxitos y fracasos; para evidenciar el paso del tiempo.

El presente texto explora desde la Ciberetnografía, la Antropología Cultural, la Hipermediatización y la Ecología de Medios las nuevas visibilidades y su impacto en la reconfiguración del individuo. Se exploran las diferentes tipologías del selfie y las identidades hipermediales que de ello derivan.

El retrato




 

El retrato, más que dar cuenta de un sujeto o un paisaje, muestra la desnudez esencial (Barba, 2013), materializa lo simbólico y dota de un cuerpo semántico los imaginarios y flujos situados. Congela en toda la extensión de la palabra las motivaciones y sentimientos de la sociedad.

La fotografía, hardware y software a la vez, como en el caso de Viéitez, articuló al individuo, sus condiciones y necesidades de adscripción y pertenencia y sirvió de impronta para el impulso de prestigio en una España hambrienta de aprobación y reconocimiento social. La reproducción mecánica y democratización de la fotografía, convirtió a la imagen en una arena de competencia, un territorio de disputa de la aprobación social. Con esto, la imagen pasó de ser un medio, a un fin en sí misma. El medio, se volvió mensaje. Su materialidad evidenció la competencia por aparentar y ganar estatus, por impresionar a los demás, por ganar la admiración y el respeto. Con ella se evidenció que importaba más que la gente los admirara por la riqueza proyectada que por la riqueza misma que poseían (Harris, 2000). Detrás de cada imagen, se registró el esfuerzo por ascender.

Los Haiga

 

El retrato en el arte, se expandió con el nuevo medio de la fotografía desde sus inicios. Cada imagen se tornó en una cerradura que abría la puerta a un mundo interior fabuloso. Tal fue el caso de los haigas[1] (Martín, 2016) en la España de la posguerra civil y los retratos notariales de Virxilio Viéitez que daban cuenta del buen uso del recurso enviado por los familiares que habían triunfado en América (Sanmoran, 2017).



Figura 1. Los haigas de Virxilio Viéitez

Fuente: (Sendón & Suárez Canal, 1998)

 

En esta arqueología del retrato se pretende dar cuenta que con el paso del tiempo se construyó una narrativa del yo. La imagen sirvió desde siempre como portavoz identitario, como validador consensual de los sujetos y situaciones retratadas. Las escenas, objetos y personas documentaron al igual que las pinturas, las representaciones sociales, cosmovisiones y motivaciones de las sociedades retratadas.

La imagen, en esos autorretratos ha sido desde siempre un médium, una interfaz para mediar lo etéreo del alma humana y explicitar su densidad y dignidad (Hidalgo Toledo, 2018).



[1] Fotografías tomadas por encargo que pretendían mostrar al mundo que se tenía el mejor auto, el más grande y caro que había.

La imagen como interfaz entre el otro mundo y el nuestro

 


La imagen, desde sus inicios, se convirtió en un velo; en una interfaz entre el otro mundo y el nuestro. La representación simbólica pretendía vincular al sujeto con los “otros”. Lo importante no era la imagen sino el gesto. Lo sagrado no era la imagen sino el intento de conexión. De ahí el carácter sagrado de la imagen (Clottes & Lewis-Williams, 2010). 

Ese poder mágico de la imagen se trasladó con los siglos a un poder evocativo, conmemorativo, de remembranza, de exaltación heroica, de devoción, de pretensión didáctica, de comprensión de sentires… de empatizar con el sentimiento y el ojo del otro.

La representación en el arte se fue puliendo hasta llegar a niveles de un virtuosismo inusitado. La pintura llegó a pretender ser un espejo del mundo. Se copiaron con tal precisión los detalles que quien contemplaba no podía dudar haber estado ahí. Tal fue el caso de Jan Van Eyck quien en el óleo El matrimonio Arnolfini, representó con científica exactitud notarial cada detalle sellándolo con su firma sobre el espejo diciendo: Johannes de eyck fui hic (Jan van Eyck estuvo presente) (Gombrich, 2002, pág. 243). La imagen y el artista con ello se convirtieron en un testigo ocular y en un registro/memoria del mundo. Esta pretensión de retratar el mundo se ve claramente en La pesca milagrosa de Konrad Witz, donde todo lo que el espectador podría contemplar, existe.

Copiar con fidelidad el mundo y hacer de cada estampa un espacio contemplativo donde pudiera apreciarse con sumo detalle, la dignidad y belleza de cada persona y lugar retratado, fue el corazón de la obra de Durero; quien en sus famosos Autorretratos, logró la ilusión de proximidad entre el que contempla y lo contemplado.

La imagen acercó lo imaginario a lo real; expandió el sentido de la vista hacia el sentido simbólico. La posesión y traslado de la imagen, tuvo con el paso de los siglos, la intensión de llevar consigo el mundo representado.

El poder de crear la imagen conlleva el poder de leerla y decodificarla. La decodificación de la representación es un descubrir por completo el mundo y los secretos que oculta.

El auto registro fragmentado



La historia del hombre, es la historia misma de su representación. La voluntad absoluta de ser, y ser reconocido a perpetuidad, quedó plasmada desde hace más de 40 mil años en aquellas pinturas rupestres de manos marcadas en las cavernas de El Castillo y Maltravieso en España y Le Portel en Francia. Esas marcas identitaria espurreadas con pigmentos eran en principio un testimonio de presencia y a su vez un amuleto.

La totalidad de la imagen, parafraseando a Roland Barthes (2015), nos dio cuenta de la totalidad de aquél ser humano y su deseo de reconocimiento. Ese primer auto registro fragmentado nos sirve de antecedente para explicar esa necesidad de reconocimiento, proyección y testimonio de la especie humana (Lewis-Williams, 2008).

El Hechicero danzante, pintura rupestre realizada en el Paleolítico Superior, al interior de la cueva de Les Trois Fréres, en Francia (hacia el 15,000 a. C.), es quizá el primer autorretrato del que tenemos registro. Esa auto representación de un chamán, dio cuenta, más que de una figura zoomórfica, del contexto sociocultural que se vivía en la época. En la figura del chamán quedaron grabados: los trances alucinatorios; los fenómenos entópticos; las danzas rituales el sistema de relaciones y creencias; las motivaciones ulteriores… la imagen se tornó en un sistema de atracción, en un deseo de materialización y posesión.