La imagen, desde sus
inicios, se convirtió en un velo; en una interfaz entre el otro mundo y el nuestro. La representación simbólica pretendía
vincular al sujeto con los “otros”. Lo importante no era la imagen sino el
gesto. Lo sagrado no era la imagen sino el intento de conexión. De ahí el
carácter sagrado de la imagen
Ese poder mágico de la
imagen se trasladó con los siglos a un poder evocativo, conmemorativo, de
remembranza, de exaltación heroica, de devoción, de pretensión didáctica, de
comprensión de sentires… de empatizar con el sentimiento y el ojo del otro.
La representación en
el arte se fue puliendo hasta llegar a niveles de un virtuosismo inusitado. La
pintura llegó a pretender ser un espejo del mundo. Se copiaron con tal
precisión los detalles que quien contemplaba no podía dudar haber estado ahí.
Tal fue el caso de Jan Van Eyck quien en el óleo El matrimonio Arnolfini, representó con científica exactitud
notarial cada detalle sellándolo con su firma sobre el espejo diciendo: Johannes de eyck fui hic (Jan van Eyck estuvo presente)
Copiar con fidelidad
el mundo y hacer de cada estampa un espacio contemplativo donde pudiera
apreciarse con sumo detalle, la dignidad y belleza de cada persona y lugar
retratado, fue el corazón de la obra de Durero; quien en sus famosos Autorretratos, logró la ilusión de
proximidad entre el que contempla y lo contemplado.
La imagen acercó lo
imaginario a lo real; expandió el sentido de la vista hacia el sentido
simbólico. La posesión y traslado de la imagen, tuvo con el paso de los siglos,
la intensión de llevar consigo el mundo representado.
El poder de crear la
imagen conlleva el poder de leerla y decodificarla. La decodificación de la
representación es un descubrir por completo el mundo y los secretos que oculta.
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